3er día de la 2ª
semana del 5º mes del año 3834 de Nuestra Señora Täril
Nunca he sido muy dada a la escritura, pero sí a la lectura.
Mi abuelo siempre me llevaba a la inmensa biblioteca del castillo, donde mi
padre me impedía la entrada, y me leía historias de tierras lejanas y tiempos
pasados. Me encantaban las historias en las que jóvenes guerreros luchaban por
salvar a una bella dama, pero me daba rabia que nunca fuese una dama la
aventurera luchadora. Fantaseaba con aprender el arte de la espada y vencer a
los malvados soldados enemigos, aunque siempre que mi padre me descubría
jugando con Römdy, el hijo de una de nuestras sirvientas, me echaba una buena
regañina.
La razón por la que me he decidido a escribir este diario, es
que considero que esto que me está pasando ahora mismo puede que le sea de
interés a alguien en un futuro. O puede que simplemente crea que es algo digno de
dejar escrito en algún lugar.
Antes de nada, lector, me presentaré. Me llamo Ëdesly
Rösttel, hija de Prömrir Rösttel y nieta de Ärdokir Rösttel. Vivo en la pequeña
y casi deshabitada región de Trïm, en el continente de nuestra diosa
Cleónida. Aquí, casi toda la tierra está
ocupada por árboles, formando inmensos bosques llenos de vida en su interior.
Es por esto último quizás, por no saber con exactitud lo que los bosques
esconden, por lo que los poblados humanos en la región son muy escasos. Al sur
del castillo en el que vivo con mi familia, se encuentra el pueblo de Rösttel,
fundado hace siglos por uno de mis antepasados. Mi padre es el actual Señor del
pueblo, tal y como mi abuelo lo fue antes que él. Se encarga de recaudar los
impuestos a los aldeanos y de mantener el orden en el poblado.
Mi madre se llamaba Bërlendy y murió cuando yo tenía 5 años. Era
una mujer de inmensa belleza: tenía largos y rubios cabellos, ojos verdes como
la hierba de las praderas de Trïm en primavera, piel suave como la seda y una
dulce voz, con la que me cantaba nanas cada noche antes de irme a dormir. A mi
madre le gustaba salir del castillo y pasear cerca del río que hay al sur,
límite con la zona boscosa de Trïm. Le encantaban unas flores que solo crecían
en la orilla, de pétalos blancos y dulce aroma, llamadas Trimäceas, pues se
dice que solo en las tierras de Trïm pueden florecer. Un día, cuando paseaba,
según sus mismas palabras, vio en la otra orilla del río la más bella de todas
las flores que había visto jamás. Era una trimäcea, pero tenía muchos más
pétalos que las que había visto antes y era de un tamaño mucho mayor. Mi madre
intentó llegar al otro lado del río, el cual no era muy profundo, pero la
distancia de una orilla a otra era de bastantes metros. Unas rocas que
sobresalían del agua, hicieron pensar a mi madre que podrían servirle de puente
si las saltaba con cuidado. Y así lo hizo. Temeraria, saltó de una roca a otra
sin más objetivo que conseguir aquella hermosa flor. Y lo consiguió. Llegó al
otro lado, donde ya empezaba el bosque, y pudo coger su ansiado premio. Pero de
entre los árboles, una rápida sombra sorprendió a mi madre. Se trataba de una
araña. La araña más grande que mi madre había visto nunca. Aquella bestia se
abalanzó sobre ella. Intentó escapar de aquel monstruo y, tras un forcejeo con
el enorme arácnido, lo consiguió, perdiendo la preciada flor en el camino. Se
lanzó al río, fijando su vista en la yegua con la que había llegado hasta allí,
que se encontraba en la otra orilla. Al parecer, el monstruo tenía miedo al
agua y no se molestó en perseguir a mi madre. Finalmente, consiguió llegar hasta
su montura y fue entonces cuando se dio cuenta de que la araña la había herido.
Como pudo, mi madre regresó a casa, pero llegó con altas
fiebres, y cuando los sirvientes trataron de bajarla de su yegua, cayó
desmayada. Mi padre se encontraba en
aquel momento en el pueblo, ejerciendo sus deberes como Señor, mas uno de nuestros
sirvientes cabalgó hacia Rösttel para contarle lo sucedido. Mi padre amaba
verdaderamente a mi madre. Al contrario que muchos de nuestros antepasados, en
cuyos matrimonios (en su mayoría pactados previamente) jamás había estado
presente el amor, mis padres se amaron desde el momento en que se conocieron. Eso
me decía mi abuelo, aunque siempre lo había sabido. Bastaba con fijarse en sus
miradas. No les hacía falta mediar palabra. Con una simple mirada, dejaban
claro lo mucho que se amaban el uno al otro.
Mi padre llamó al mejor médico de la región para que curase a
mi madre, la cual quedó en cama desde el momento en que llegó de vuelta al
castillo. El médico le dijo a mi padre que se trataba de una picadura de araña
velíkana, cuyo veneno mata lentamente a su presa y del cual se desconocía cura.
Le dio todas las medicinas y ungüentos
que conocía. Algunos le calmaban las fiebres durante un rato, pero pasado éste
le volvían aún peores. El último recuerdo que conservo de mi madre, es de una
mujer muy delgada y pálida, postrada en una cama, sin apenas poder ver ni
hablar. Las últimas palabras que me dirigió, con aquella entrecortada pero aún
dulce voz, fueron:
-
Hija
mía, prométeme que serás una mujer fuerte y cuidarás de tu padre, porque,
aunque intente parecer un caballero serio y temible, es mucho más débil que tú
y que yo. Crece, vida mía, y vive, recordando siempre que yo estaré a tu lado.
Después de decir aquello, las fiebres le volvieron a subir y
me obligaron a abandonar su cuarto. Tres días después, mi madre falleció. Desde
entonces, mi padre se convirtió en un fantasma al que apenas veía. Pasaba todo
el rato fuera de casa y cuando estaba en ella, apenas hablaba conmigo. Las
escasas veces que lo hacía eran siempre para regañarme. Sin embargo, siempre tuve a mi lado a alguien
con quien hablar y jugar. Mi abuelo Ärdokir se encargó de educarme. Él era un
anciano feliz. Siempre intentaba hacerme reír,
y aunque estuviese triste, conseguía sacarme una sonrisa y animarme. Me
hablaba de mis padres, de su juventud y de lo quisquillosa que era mi abuela Nïmprea,
que murió antes de que yo naciese.
Mi padre a veces discutía con mi abuelo, pues no le gustaba
que me hablase del exterior ni me leyese sus historias de aventureros. En
efecto, mi padre nunca me dejó salir del castillo, y pensaba que los cuentos de
mi abuelo no harían más que aumentar mi curiosidad y acabaría escapándome de
casa. Lo cierto es que así era, mi curiosidad por el mundo exterior era
tremenda, pero lo ocurrido a mi madre me daba el suficiente miedo como para
retener mis ansias de salir.
Así, crecí, fantaseando con ser una aventurera y con un padre
que me retenía en una jaula de roca y ladrillo. Al menos, algunos jóvenes sirvientes
me valían de compañeros de juegos y, en ausencia de mi padre, montábamos
pequeños torneos de lucha, en los que peleábamos con caseras espadas de madera…hasta
que un día nos descubrió. Esto no fue hace mucho. Mi padre dejó sin su ración
diaria a Römdy y sus tres compañeros, y a mi me echó una buena bronca. Pero,
como siempre, mi abuelo llegó y convenció a mi padre de no castigar a los
sirvientes, aunque él también me regañó un poco. Recuerdo que esa noche, soñé
con mi madre. Aparecía en mitad de un río y me llamaba. Me decía que cruzase
hasta la otra orilla, en la que se veía un frondoso y oscuro bosque.
A la mañana siguiente, una escandalera me despertó. Todos los
sirvientes corrían de un lado para otro y hablaban tanto que no podía distinguir
palabra. Encontré a Marlëya, una de mis sirvientas personales y le pregunté qué
ocurría. Sólo dos palabras suyas me bastaron para hacerme salir corriendo:”
Vuestro abuelo…”. Fui tan rápido como pude hasta su cuarto, donde se
encontraban media docena de sirvientes, el sacerdote del castillo, mi padre y
mi abuelo tumbado en su cama, sujetando uno de sus libros de aventuras sobre su
pecho. Mi padre, sentado a su lado, me miró y confirmó lo que ya imaginaba.
Enterramos a mi abuelo junto a su esposa Nïmprea aquel mismo
día, en el cementerio familiar al norte del castillo. Durante las oraciones a
Cleónida y Täril que el sacerdote recitaba, mi padre y yo permanecimos
callados, serenos. Mi abuelo me enseñó que llorar es algo demasiado serio como
para hacerlo a la ligera. Siempre me decía que, cuando tuviese ganas de llorar,
me preguntase si la razón por la que iba a hacerlo era lo suficientemente
importante como para merecer que mis ojos derramasen lágrimas. Me hablaba de
los niños que no tenían para comer, de la gente que moría en la guerra.
Entonces, me daba cuenta que romper una muñeca de trapo por accidente no era lo
suficientemente importante como para llorar. Además, la promesa que hice a mi
madre de convertirme en una mujer fuerte, también me hacía retener las
lágrimas. Mas una vez acabado el entierro, al caer la noche, después de un día
de desagradable silencio, no lo pude evitar. Cuando me metí en mi cama el
llanto se hizo inevitable. Sé que todo el castillo me escuchó, pues esa noche
ni el viento susurraba.
Al día siguiente, me levanté temprano, sin apenas haber
dormido y vi como mi padre se preparaba para salir hacia el pueblo como todos
los días hacía. Aquello me enfureció y salí corriendo hacia él.
-
¿Adónde
vais, padre?- le grité.
-
Debo
ejercer mis deberes con el pueblo de Rösttel, hija.-dijo fríamente.
-
Vuestro
padre murió ayer. ¿Tan poco os importa?
-
Ëdesly,
vuelve a la cama. Aún es temprano.
Y salió con sus cuatro soldados a caballo hacia el pueblo. No
podía creerlo. ¿Cómo podía ser alguien tan frío? ¿Cómo podía dejarme sola el
día después de perder a mi abuelo? Me puse furiosa. Me encerré en mi cuarto y,
de nuevo, no pude evitar llorar. No sabía qué hacer. Entonces, el dolor y la
rabia que sentía me empujaban a salir de allí. No quería permanecer en aquel
castillo ni un minuto más. Entonces, me decidí a hacer aquello que mi padre tanto
había intentado impedir. Me levanté de la cama, me puse una capa, y me dirigí,
sigilosamente, a las cuadras, donde Römdy trabajaba. Apenas había amanecido por
lo que muchos sirvientes aún permanecían dormidos, pero al haber salido mi
padre y sus soldados en sus caballos, sabía que Römdy ya estaría en su puesto.
-
¿Ëdesly?
¿Qué haces aquí? No puedes estar aquí-dijo Römdy en voz baja cuando me acerqué
a él.
-
Necesito
que me hagas un favor.
-
¿Favor?
Vamos, Ëdesly, ¿no estarás pensando en…?
-
¡Shhh!
Habla más bajo o despertarás a todos. Prepara a Lluvia, y ayúdame a salir de
aquí cuanto antes.
-
¿Estás
loca? ¿Sabes la que me caería encima si me descubren?-susurró asustado.
-
Si
te das prisa no tienen por qué saber que me has ayudado. Puedo haberme escapado
mientras tú aún dormías.
-
¡Nadie
se tragará eso! Ëdesly, vuelve a tu cuarto y olvídate…
-
Römdy-le
interrumpí.-Sabes que siempre he estado encerrada en este lugar. Somos amigos desde que me alcanza la memoria.
Solo te pediré este favor. Te prometo que estaré aquí antes de que vuelva mi
padre.
Römdy me miró unos segundos en silencio, y tras esto procedió
a preparar mi montura.
-
Ojalá
Cleónida me ayude-dijo Römdy en un suspiro mientras me entregaba las riendas de
Lluvia.
-
Gracias,
amigo-le dije y seguidamente le di un beso en la mejilla. Enseguida sus redondos
mofletes se sonrojaron.
Römdy abrió la puerta trasera de la cuadra, que daba al sur y
procedí a montar a Lluvia y a salir de allí al galope.
Podía ver las praderas, los pájaros, los árboles, las plantas
de las que tanto me había hablado mi abuelo. Casi podía oír su voz entre los
cantos de los jilgueros. Pero de repente, oí un sonido que me hizo frenar a
Lluvia. Era un sonido de agua, agua fluyendo rápidamente. Guie a mi yegua hacia
el lugar del que provenía y encontré una pequeña cabaña, justo al lado de un
río. Entonces supuse que aquel río, era el que mi madre había cruzado, pues
podía ver al otro lado el frondoso bosque de altos árboles del que tanto me
habían hablado. Sentí algo de miedo y tenía claro que en ningún momento
intentaría cruzar al otro lado. Dejé a Lluvia amarrada a un árbol y entré en
aquella cabaña. Nada más entrar, sentí que allí había estado mi madre. Estaba
llena de maceteros, herramientas de poda y libros de floristería repletos de
polvo. Supuse que aquello fue utilizado
por mi madre como una especie de invernadero. Me sentí feliz. La imaginaba
allí, plantando sus flores y sonriendo, como siempre hacía. Entonces, decidí
hacer aquello que ella tanto amaba: recoger flores. Salí de la cabaña y,
procurando no alejarme mucho, fui en busca de algunas trimäceas por la orilla
del río. Cuando oía las historias de mi abuelo, suponía que las orillas de
aquel río debían estar repletas de flores pero no podía ver ninguna. Fui orilla
abajo, cuando de repente, pude ver una gran flor blanca, igual que las de las
ilustraciones de los libros que tantas veces había ojeado. Me acerqué hacia
ella cuando vi, en plena orilla, una extraña figura.
Me asusté. Parecía una
persona. ¿Era alguien que se había ahogado? ¿Estaba vivo? ¿Qué debía hacer? Me
quedé quieta, indecisa, unos segundos. Pero mi curiosidad no pudo evitar que me
acercase a aquella misteriosa figura. Cuando lo hice, quedé más que
sorprendida. De lejos parecía humano, sí, pero poseía patas, garras, cola y
orejas de animal. Estaba tumbado boca abajo, en las rocas de la orilla. Yo estaba
muy asustada pero aun así, decidí acercarme aún más y tocarle. Al poner mi mano
temblorosa sobre su cuello, descubrí que aún vivía. Aquello fue más
desconcertante aún. ¿Debía pedir ayuda? ¿Debía intentar despertarle? Me levanté rápidamente y me eché hacía atrás.
Me quedé de pie unos instantes, frente a él, nerviosa, pensando qué debía
hacer. Entonces, supe que lo primero sería sacarle de allí. Me agaché, con
miedo de que despertase, e intenté levantarle y arrastrarle fuera de la orilla.
Lo máximo que conseguí fue ponerle boca arriba, pues aquella criatura pesaba
como veinte corceles. Sin embargo, pude ver su rostro. A pesar de sus peludas
extremidades, su cara era totalmente humana. Sin duda, era un bello rostro
masculino.
Desaté del árbol a mi adiestrada y obediente yegua, Lluvia,
para que me ayudase a sacar a aquel ser de la rocosa orilla del río. Fui a la
cabaña de mi madre, donde recordaba haber visto unas gruesas cuerdas. Las cogí
y se me ocurrió intentar atarlas al torso de la criatura y también a Lluvia,
para que ella me ayudase a llevarle fuera del río. Me acerqué a él. Mi corazón
jamás había latido tan fuerte. Tenía muchísimo miedo de que despertase y me
atacase, pero sentía que debía ayudarle. Con todo mi cuerpo temblando, rodeé su
torso con la cuerda atada a la montura de Lluvia. Sin duda estaba malherido.
Pude ver como sangraba por una de sus “piernas” y también por el costado. Quizás por eso no despertaba ni aunque le
arrastrase. Debía de haberse dado un fuerte golpe en la cabeza o algo así.
Entre Lluvia y yo conseguimos sacarle de allí y, tras un
largo rato de esfuerzo, trasladarle a la vieja cabaña. ¡Menos mal que no estaba
muy lejos! Debo decir que aunque ante mis sirvientes presuma de ser una mujer
fuerte, no lo soy tanto. ¡Me costó horrores arrastrar aquel cuerpo hasta el
interior de la cabaña! Una vez allí, me quedé en blanco. ¿Debía curarle las
heridas o intentar despertarle? Lo cierto es que, cuando le miré de nuevo, me
di cuenta de que, gracias a mi maniobra de traslado, se habían añadido a sus
heridas unos cuantos arañazos y magulladuras. Me sorprendía que no se hubiese
despertado. Ante esto, decidí que sería mejor intentar curarle las heridas
primero. Sabía algo de medicina gracias a los libros de mi abuelo y, gracias a
los dioses, en aquella cabaña había una pequeña estantería con algunos botes de
ungüentos de primeros auxilios, llenos de polvo. Corté parte de la falda de mi
vestido y lo utilicé para vendar sus heridas, y quite la manta que cubría el
lomo de Lluvia bajo la silla de montar y la utilice para arropar al enfermo
desconocido.
Me quedé sentada a su lado, mirándole un rato, por si
despertaba. Notaba su respiración. No podía dejar de contemplar su rostro. Era
el más bello que había visto jamás. Mis ojos no podían dejar de mirarle. Sin
darme cuenta, acabé tumbada a su lado, observándole. Olvidé completamente a mi
padre, la muerte de mi abuelo y el castigo que se llevaría Römdy si volvía al
castillo y yo no estaba allí. Así que, sin darme cuenta, quedé dormida al lado
de la criatura de hermoso rostro. Pero mi despertar no fue demasiado agradable…
Abrí los ojos de pronto, ante un ruido estrepitoso. Aquella
criatura se había levantado, aún estando malherido y empezó a gritar en un
extraño idioma. ¡Pensé que iba a matarme!
- ¡¿D’yeg kuhá?! ¡¿D’yeg kuhá?!-gritaba sin parar.
-¡Tranquilo, tranquilo! ¡No voy a hacerte daño!-le dije
aterrada, pues se puso tan agresivo que creía que mi muerte sería inminente.
- ¿Bimighu?¿D'yeg bimighu?-dijo algo más calmado, lo que me
alivió bastante.
-No en-tien-do tu i-dio-ma-le dije en voz más alta y
vocalizando con la esperanza de que entendiese mis palabras y de que no se
abalanzase sobre mi y me rompiese el cuello.
-¿Tú…humana?-dijo tartamudeando.
¡Hablaba mi idioma! Aquello me hizo pensar que al menos
podría dialogar con él acerca del modo en que me iba a asesinar. Sabía que me
había metido en un lío espantoso pero algo dentro de mí me hizo ayudarle. Fue
algo que no pude evitar.
-¿Entiendes lo que te digo?-pregunté.
-En…tien…do. Padre en…señar.-volvió a tartamudear. Sin duda
no practicaba mucho la lengua humana.
Aquellas palabras me tranquilizaron. Su tono de voz, su
postura, se relajaron. No parecía tener intención de hacerme daño. Entonces, se
encogió, llevando su mano a la herida del costado al mismo tiempo que emitió un
quejido.
-¡Túmbate, por favor! ¡Estás herido!
Me hizo caso. Entonces me miró fijamente.
-¿Tú…curarme?-me dijo sin apartar sus ojos de mí.
-Emm, sí. Te encontré en el río, inconsciente, y te traje
aquí.
Mis palabras salieron algo entrecortadas esta vez. ¡Aquello
era lo más emocionante que me había pasado en la vida! Sentía que estaba dentro
de una de aquellas aventuras que mi abuelo me leía antes de irme a dormir.
-¿Por…qué?-preguntó.
No sabía muy bien como responder a aquello pues ni yo misma
tenía claro el por qué de mi heroica acción salvadora.
-No lo sé…Simplemente sentí que tenía que ayudarte.
-Humanos malos. Matar nïkdros. ¿Por qué salvarme?
Nïkdro. Supuse que aquello era la especie a la que el
pertenecía. Había leído algo sobre ellos en los libros de la biblioteca pero en
las ilustraciones se les representaba como bestias peludas que asaltaban
pueblos y ciudades y devoraban carne humana. Desde luego, él no se parecía en
nada a aquello.
-Yo no mato nïkdros. Sólo recogía flores, te vi e intenté
ayudarte.
En aquel momento ya no tenía muy claro si lo que estaba
sucediendo era real o parte de un sueño. Jamás había imaginado que yo viviría
algo así. Estaba manteniendo una conversación con un ser que creía que ni
existía. Él me seguía mirando fijamente, desconfiado.
-Humanos…malos. Padre decirme.
Entonces volvió a encogerse de dolor. Me levanté corriendo y
cogí la bota con agua que cargaba Lluvia.
-Bebe un poco de agua. Quizás te siente bien.
Cogió el recipiente, dudoso. Pude ver entonces claramente sus
garras. Eran como las manos de cualquier humano pero cubiertas de pelo y con
uñas felinas largas y afiladas. Sosteniendo la bota, me lanzó una mirada
agresiva.
-Es sólo agua. No voy a envenenarte.-aquellas palabras
salieron de mi boca de un modo tan natural que aún me sorprende. En aquel
momento, me sentía tranquila, relajada, cuando lo más obvio habría sido estar
tensa y acongojada.
Me miró unos segundos y procedió a beber del agua que yo le
había ofrecido. Me pareció que le caí bien, aunque mi cerebro seguía gritándome
que me fuese de allí lo antes posible y olvidase todo lo ocurrido. Pero, sin
duda, aquel nïkdro no iba a poder moverse demasiado por culpa de sus heridas,
sobretodo por la de la pierna. Entonces, sin pensar, volvieron a salir palabras
de mi boca sin control:
-Deberías quedarte aquí. Esas heridas no te permitirán
moverte hasta dentro de unas semanas. Yo podría venir a curarte todos los días.
El nïkdro me miró extrañado mientras una vocecita en mi
interior me gritaba: ¿acaso has perdido la cabeza? ¿Venir a curar todos los
días a una criatura que podría matarte en milésimas de segundo? ¿Y cómo piensas
salir del castillo sin que te vean? Sí, aquello era lo más surrealista que me
había ocurrido jamás. Y lo que más me sorprendió fui yo misma. No le tenía
miedo por mucho que la vocecita de mi cabeza me dijese.
-Puedes confiar en mí. Te lo prometo-volví a decir sin
pensar.
-Promesa…Nïkdros siempre cumplen promesas. Castigo severo si
no cumplen.
Aquello sonó bastante amenazante, la verdad, pero a la Ëdesly
que estaba allí en aquel momento no le importo. De repente me di cuenta de que
se había hecho muy tarde. Anochecía. ¿Cuánto tiempo estuve dormida a su lado
entonces? Tenía que darme prisa y volver a casa antes de que mi padre volviese
del pueblo. Me puse nerviosa.
-Amm, esto…Tengo que irme. Debo volver a mi hogar– dije mientras
me levantaba, mirando a todos lados, con los nervios a flor de piel.- ¿Me
prometes que no te moverás de aquí hasta que se curen tus heridas?
Permaneció en silencio unos segundos, con su mirada
clavándose sobre la mía. Sus brillantes ojos felinos hacían que el tiempo
pareciese quedarse parado. Entonces habló, despertándome de mi ensoñación.
-Nïkdros siempre cumplen promesas.-dijo sin dejar de mirarme.
En ese momento, esbocé una sonrisa. No sé por qué. Entonces salí de la cabaña y preparé a Lluvia
para volver a casa pero antes de montar, volví para despedirme del Nïkdro.
-Mañana por la mañana estaré aquí, ¿de acuerdo? Oh, y mi
nombre es Ëdesly.
-Nëkar. Mi nombre es Nëkar-pude ver una leve sonrisa en su
rostro cuando me dirigió aquellas palabras.
-Bueno, Nëkar, descansa. Hasta mañana.
-Parhak, Ëdesly. Adiós en lengua de nïkdros.
Salí de la cabaña sonriendo como una estúpida y monté a
Lluvia, dirigiéndome lo más rápido posible de vuelta a casa. En el trayecto,
fui repasando mentalmente todo lo que había vivido. Llegué a pensar que todo
había sido un sueño. Pero al acercarme al castillo, me di cuenta de que no lo
había sido…
Afortunadamente, mi padre aún no había vuelto del pueblo pero
el recuerdo de mi abuelo sí que había vuelto a mi mente. Me colé por la puerta
trasera de las cuadras. Aunque gozamos de buena situación económica, no somos
tan ricos como para tener guardias en todas las puertas y torres del castillo
así que no hubo problema al entrar. Römdy me esperaba en la puerta de la
cuadra. Al verme, se levantó agitado y vino hacia mí.
-¿Pero dónde demonios estabas? ¡Tú padre tiene que estar a
punto de volver! Llevo todo el día en esta puerta, esperando tu regreso ¡Ni
siquiera he comido!
-Vamos, Römdy, tranquilízate.-le dije mientras desmontaba.
-¿Qué me tranquilice? En serio, debes haber perdido la cabeza.
-Am, pues, mañana volveré a salir. Necesito que vuelvas a cubrirme las espaldas.
Dejó su tarea de encerrar a Lluvia y se dio la vuelta hacia
mí. Tenía el ceño tan fruncido que creí que su cabeza le iba a explotar.
-¡¿HAS PERDIDO EL JUICIO?! ¡¿Qué diantres te traes entre
manos, Ëdesly?! ¿Acaso quieres que yo y mi familia perdamos nuestro trabajo?
-No. De hecho, te estoy dando trabajo. –he de decir que todo
aquello que yo decía era totalmente improvisado. Ya ni siquiera me reconocía a
mí misma.- Por cada día que me encubráis, os pagaré tres monedas de oro.
-¿3 monedas? Ni pienses que por 3 monedas voy a…
-A cada uno, Römdy. A ti, a tus padres y a tus tres hermanas.
18 monedas de oro al día para tu familia.
La expresión de mi compañero de juegos cambió y quedó en
silencio. Entonces supe que aquello era un sí a mi propuesta. Sonreí y le volví
a besar en la mejilla. Entonces me alejé caminando hacia el interior del
castillo. Pude oír su voz a lo lejos:
-Yo también debo haber perdido el juicio.
Y aquí me encuentro ahora, en mis aposentos, sentada y
escribiendo en este cuaderno que he
encontrado entre las pertenencias de mi abuelo. Sabía que guardaba algunos en
blanco en los que escribir sus propios cuentos así que he ido a buscar y me he
topado con éste y unos cuantos más. Estoy
tan inquieta e impactada por lo que me ha ocurrido hoy que, ante la
imposibilidad de contárselo a nadie, necesitaba al menos escribirlo en algún
lugar. He oído a mi padre llegar hace un rato. Ni siquiera ha venido a
saludarme.
No sé qué pasará. No sé si podré dormir. No sé si esa
criatura seguirá allí cuando vuelva a escaparme de casa mañana. Aun así, intentaré
conciliar el sueño. Eso sí, si esta especie de “aventura” continua, me he
prometido a mi misma seguir escribiéndola aquí, para que en un futuro alguien
la lea, del mismo modo que mi abuelo me leía sus historias a mí.