viernes, 11 de enero de 2013

El Diario de Ëdesly Rösttel: Capítulo 1


3er día de la 2ª semana del 5º mes del año 3834 de Nuestra Señora Täril

Nunca he sido muy dada a la escritura, pero sí a la lectura. Mi abuelo siempre me llevaba a la inmensa biblioteca del castillo, donde mi padre me impedía la entrada, y me leía historias de tierras lejanas y tiempos pasados. Me encantaban las historias en las que jóvenes guerreros luchaban por salvar a una bella dama, pero me daba rabia que nunca fuese una dama la aventurera luchadora. Fantaseaba con aprender el arte de la espada y vencer a los malvados soldados enemigos, aunque siempre que mi padre me descubría jugando con Römdy, el hijo de una de nuestras sirvientas, me echaba una buena regañina.

La razón por la que me he decidido a escribir este diario, es que considero que esto que me está pasando ahora mismo puede que le sea de interés a alguien en un futuro. O puede que simplemente crea que es algo digno de dejar escrito en algún lugar.

Antes de nada, lector, me presentaré. Me llamo Ëdesly Rösttel, hija de Prömrir Rösttel y nieta de Ärdokir Rösttel. Vivo en la pequeña y casi deshabitada región de Trïm, en el continente de nuestra diosa Cleónida.  Aquí, casi toda la tierra está ocupada por árboles, formando inmensos bosques llenos de vida en su interior. Es por esto último quizás, por no saber con exactitud lo que los bosques esconden, por lo que los poblados humanos en la región son muy escasos. Al sur del castillo en el que vivo con mi familia, se encuentra el pueblo de Rösttel, fundado hace siglos por uno de mis antepasados. Mi padre es el actual Señor del pueblo, tal y como mi abuelo lo fue antes que él. Se encarga de recaudar los impuestos a los aldeanos y de mantener el orden en el poblado.

Mi madre se llamaba Bërlendy y murió cuando yo tenía 5 años. Era una mujer de inmensa belleza: tenía largos y rubios cabellos, ojos verdes como la hierba de las praderas de Trïm en primavera, piel suave como la seda y una dulce voz, con la que me cantaba nanas cada noche antes de irme a dormir. A mi madre le gustaba salir del castillo y pasear cerca del río que hay al sur, límite con la zona boscosa de Trïm. Le encantaban unas flores que solo crecían en la orilla, de pétalos blancos y dulce aroma, llamadas Trimäceas, pues se dice que solo en las tierras de Trïm pueden florecer. Un día, cuando paseaba, según sus mismas palabras, vio en la otra orilla del río la más bella de todas las flores que había visto jamás. Era una trimäcea, pero tenía muchos más pétalos que las que había visto antes y era de un tamaño mucho mayor. Mi madre intentó llegar al otro lado del río, el cual no era muy profundo, pero la distancia de una orilla a otra era de bastantes metros. Unas rocas que sobresalían del agua, hicieron pensar a mi madre que podrían servirle de puente si las saltaba con cuidado. Y así lo hizo. Temeraria, saltó de una roca a otra sin más objetivo que conseguir aquella hermosa flor. Y lo consiguió. Llegó al otro lado, donde ya empezaba el bosque, y pudo coger su ansiado premio. Pero de entre los árboles, una rápida sombra sorprendió a mi madre. Se trataba de una araña. La araña más grande que mi madre había visto nunca. Aquella bestia se abalanzó sobre ella. Intentó escapar de aquel monstruo y, tras un forcejeo con el enorme arácnido, lo consiguió, perdiendo la preciada flor en el camino. Se lanzó al río, fijando su vista en la yegua con la que había llegado hasta allí, que se encontraba en la otra orilla. Al parecer, el monstruo tenía miedo al agua y no se molestó en perseguir a mi madre. Finalmente, consiguió llegar hasta su montura y fue entonces cuando se dio cuenta de que la araña la había herido.

Como pudo, mi madre regresó a casa, pero llegó con altas fiebres, y cuando los sirvientes trataron de bajarla de su yegua, cayó desmayada.  Mi padre se encontraba en aquel momento en el pueblo, ejerciendo sus deberes como Señor, mas uno de nuestros sirvientes cabalgó hacia Rösttel para contarle lo sucedido. Mi padre amaba verdaderamente a mi madre. Al contrario que muchos de nuestros antepasados, en cuyos matrimonios (en su mayoría pactados previamente) jamás había estado presente el amor, mis padres se amaron desde el momento en que se conocieron. Eso me decía mi abuelo, aunque siempre lo había sabido. Bastaba con fijarse en sus miradas. No les hacía falta mediar palabra. Con una simple mirada, dejaban claro lo mucho que se amaban el uno al otro.

Mi padre llamó al mejor médico de la región para que curase a mi madre, la cual quedó en cama desde el momento en que llegó de vuelta al castillo. El médico le dijo a mi padre que se trataba de una picadura de araña velíkana, cuyo veneno mata lentamente a su presa y del cual se desconocía cura.  Le dio todas las medicinas y ungüentos que conocía. Algunos le calmaban las fiebres durante un rato, pero pasado éste le volvían aún peores. El último recuerdo que conservo de mi madre, es de una mujer muy delgada y pálida, postrada en una cama, sin apenas poder ver ni hablar. Las últimas palabras que me dirigió, con aquella entrecortada pero aún dulce voz, fueron:

-          Hija mía, prométeme que serás una mujer fuerte y cuidarás de tu padre, porque, aunque intente parecer un caballero serio y temible, es mucho más débil que tú y que yo. Crece, vida mía, y vive, recordando siempre que yo estaré a tu lado.
Después de decir aquello, las fiebres le volvieron a subir y me obligaron a abandonar su cuarto. Tres días después, mi madre falleció. Desde entonces, mi padre se convirtió en un fantasma al que apenas veía. Pasaba todo el rato fuera de casa y cuando estaba en ella, apenas hablaba conmigo. Las escasas veces que lo hacía eran siempre para regañarme.  Sin embargo, siempre tuve a mi lado a alguien con quien hablar y jugar. Mi abuelo Ärdokir se encargó de educarme. Él era un anciano feliz. Siempre intentaba hacerme reír,  y aunque estuviese triste, conseguía sacarme una sonrisa y animarme. Me hablaba de mis padres, de su juventud y de lo quisquillosa que era mi abuela Nïmprea, que murió antes de que yo naciese. 

Mi padre a veces discutía con mi abuelo, pues no le gustaba que me hablase del exterior ni me leyese sus historias de aventureros. En efecto, mi padre nunca me dejó salir del castillo, y pensaba que los cuentos de mi abuelo no harían más que aumentar mi curiosidad y acabaría escapándome de casa. Lo cierto es que así era, mi curiosidad por el mundo exterior era tremenda, pero lo ocurrido a mi madre me daba el suficiente miedo como para retener mis ansias de salir.

Así, crecí, fantaseando con ser una aventurera y con un padre que me retenía en una jaula de roca y ladrillo. Al menos, algunos jóvenes sirvientes me valían de compañeros de juegos y, en ausencia de mi padre, montábamos pequeños torneos de lucha, en los que peleábamos con caseras espadas de madera…hasta que un día nos descubrió. Esto no fue hace mucho. Mi padre dejó sin su ración diaria a Römdy y sus tres compañeros, y a mi me echó una buena bronca. Pero, como siempre, mi abuelo llegó y convenció a mi padre de no castigar a los sirvientes, aunque él también me regañó un poco. Recuerdo que esa noche, soñé con mi madre. Aparecía en mitad de un río y me llamaba. Me decía que cruzase hasta la otra orilla, en la que se veía un frondoso y oscuro bosque.

A la mañana siguiente, una escandalera me despertó. Todos los sirvientes corrían de un lado para otro y hablaban tanto que no podía distinguir palabra. Encontré a Marlëya, una de mis sirvientas personales y le pregunté qué ocurría. Sólo dos palabras suyas me bastaron para hacerme salir corriendo:” Vuestro abuelo…”. Fui tan rápido como pude hasta su cuarto, donde se encontraban media docena de sirvientes, el sacerdote del castillo, mi padre y mi abuelo tumbado en su cama, sujetando uno de sus libros de aventuras sobre su pecho. Mi padre, sentado a su lado, me miró y confirmó lo que ya imaginaba.  

Enterramos a mi abuelo junto a su esposa Nïmprea aquel mismo día, en el cementerio familiar al norte del castillo. Durante las oraciones a Cleónida y Täril que el sacerdote recitaba, mi padre y yo permanecimos callados, serenos. Mi abuelo me enseñó que llorar es algo demasiado serio como para hacerlo a la ligera. Siempre me decía que, cuando tuviese ganas de llorar, me preguntase si la razón por la que iba a hacerlo era lo suficientemente importante como para merecer que mis ojos derramasen lágrimas. Me hablaba de los niños que no tenían para comer, de la gente que moría en la guerra. Entonces, me daba cuenta que romper una muñeca de trapo por accidente no era lo suficientemente importante como para llorar. Además, la promesa que hice a mi madre de convertirme en una mujer fuerte, también me hacía retener las lágrimas. Mas una vez acabado el entierro, al caer la noche, después de un día de desagradable silencio, no lo pude evitar. Cuando me metí en mi cama el llanto se hizo inevitable. Sé que todo el castillo me escuchó, pues esa noche ni el viento susurraba.
Al día siguiente, me levanté temprano, sin apenas haber dormido y vi como mi padre se preparaba para salir hacia el pueblo como todos los días hacía. Aquello me enfureció y salí corriendo hacia él.

-          ¿Adónde vais, padre?- le grité.
-          Debo ejercer mis deberes con el pueblo de Rösttel, hija.-dijo fríamente.
-          Vuestro padre murió ayer. ¿Tan poco os importa?
-          Ëdesly, vuelve a la cama. Aún es temprano.
Y salió con sus cuatro soldados a caballo hacia el pueblo. No podía creerlo. ¿Cómo podía ser alguien tan frío? ¿Cómo podía dejarme sola el día después de perder a mi abuelo? Me puse furiosa. Me encerré en mi cuarto y, de nuevo, no pude evitar llorar. No sabía qué hacer. Entonces, el dolor y la rabia que sentía me empujaban a salir de allí. No quería permanecer en aquel castillo ni un minuto más. Entonces, me decidí a hacer aquello que mi padre tanto había intentado impedir. Me levanté de la cama, me puse una capa, y me dirigí, sigilosamente, a las cuadras, donde Römdy trabajaba. Apenas había amanecido por lo que muchos sirvientes aún permanecían dormidos, pero al haber salido mi padre y sus soldados en sus caballos, sabía que Römdy ya estaría en su puesto.

-          ¿Ëdesly? ¿Qué haces aquí? No puedes estar aquí-dijo Römdy en voz baja cuando me acerqué a él.
-          Necesito que me hagas un favor.
-          ¿Favor? Vamos, Ëdesly, ¿no estarás pensando en…?
-          ¡Shhh! Habla más bajo o despertarás a todos. Prepara a Lluvia, y ayúdame a salir de aquí cuanto antes.
-          ¿Estás loca? ¿Sabes la que me caería encima si me descubren?-susurró asustado.
-          Si te das prisa no tienen por qué saber que me has ayudado. Puedo haberme escapado mientras tú aún dormías.
-          ¡Nadie se tragará eso! Ëdesly, vuelve a tu cuarto y olvídate…
-          Römdy-le interrumpí.-Sabes que siempre he estado encerrada en este lugar.  Somos amigos desde que me alcanza la memoria. Solo te pediré este favor. Te prometo que estaré aquí antes de que vuelva mi padre.
Römdy me miró unos segundos en silencio, y tras esto procedió a preparar mi montura.

-          Ojalá Cleónida me ayude-dijo Römdy en un suspiro mientras me entregaba las riendas de Lluvia.
-          Gracias, amigo-le dije y seguidamente le di un beso en la mejilla. Enseguida sus redondos mofletes se sonrojaron.
Römdy abrió la puerta trasera de la cuadra, que daba al sur y procedí a montar a Lluvia y a salir de allí al galope.

Podía ver las praderas, los pájaros, los árboles, las plantas de las que tanto me había hablado mi abuelo. Casi podía oír su voz entre los cantos de los jilgueros. Pero de repente, oí un sonido que me hizo frenar a Lluvia. Era un sonido de agua, agua fluyendo rápidamente. Guie a mi yegua hacia el lugar del que provenía y encontré una pequeña cabaña, justo al lado de un río. Entonces supuse que aquel río, era el que mi madre había cruzado, pues podía ver al otro lado el frondoso bosque de altos árboles del que tanto me habían hablado. Sentí algo de miedo y tenía claro que en ningún momento intentaría cruzar al otro lado. Dejé a Lluvia amarrada a un árbol y entré en aquella cabaña. Nada más entrar, sentí que allí había estado mi madre. Estaba llena de maceteros, herramientas de poda y libros de floristería repletos de polvo.  Supuse que aquello fue utilizado por mi madre como una especie de invernadero. Me sentí feliz. La imaginaba allí, plantando sus flores y sonriendo, como siempre hacía. Entonces, decidí hacer aquello que ella tanto amaba: recoger flores. Salí de la cabaña y, procurando no alejarme mucho, fui en busca de algunas trimäceas por la orilla del río. Cuando oía las historias de mi abuelo, suponía que las orillas de aquel río debían estar repletas de flores pero no podía ver ninguna. Fui orilla abajo, cuando de repente, pude ver una gran flor blanca, igual que las de las ilustraciones de los libros que tantas veces había ojeado. Me acerqué hacia ella cuando vi, en plena orilla, una extraña figura. 

Me asusté. Parecía una persona. ¿Era alguien que se había ahogado? ¿Estaba vivo? ¿Qué debía hacer? Me quedé quieta, indecisa, unos segundos. Pero mi curiosidad no pudo evitar que me acercase a aquella misteriosa figura. Cuando lo hice, quedé más que sorprendida. De lejos parecía humano, sí, pero poseía patas, garras, cola y orejas de animal. Estaba tumbado boca abajo, en las rocas de la orilla. Yo estaba muy asustada pero aun así, decidí acercarme aún más y tocarle. Al poner mi mano temblorosa sobre su cuello, descubrí que aún vivía. Aquello fue más desconcertante aún. ¿Debía pedir ayuda? ¿Debía intentar despertarle?  Me levanté rápidamente y me eché hacía atrás. Me quedé de pie unos instantes, frente a él, nerviosa, pensando qué debía hacer. Entonces, supe que lo primero sería sacarle de allí. Me agaché, con miedo de que despertase, e intenté levantarle y arrastrarle fuera de la orilla. Lo máximo que conseguí fue ponerle boca arriba, pues aquella criatura pesaba como veinte corceles. Sin embargo, pude ver su rostro. A pesar de sus peludas extremidades, su cara era totalmente humana. Sin duda, era un bello rostro masculino.

Desaté del árbol a mi adiestrada y obediente yegua, Lluvia, para que me ayudase a sacar a aquel ser de la rocosa orilla del río. Fui a la cabaña de mi madre, donde recordaba haber visto unas gruesas cuerdas. Las cogí y se me ocurrió intentar atarlas al torso de la criatura y también a Lluvia, para que ella me ayudase a llevarle fuera del río. Me acerqué a él. Mi corazón jamás había latido tan fuerte. Tenía muchísimo miedo de que despertase y me atacase, pero sentía que debía ayudarle. Con todo mi cuerpo temblando, rodeé su torso con la cuerda atada a la montura de Lluvia. Sin duda estaba malherido. Pude ver como sangraba por una de sus “piernas” y también por el costado.  Quizás por eso no despertaba ni aunque le arrastrase. Debía de haberse dado un fuerte golpe en la cabeza o algo así.

Entre Lluvia y yo conseguimos sacarle de allí y, tras un largo rato de esfuerzo, trasladarle a la vieja cabaña. ¡Menos mal que no estaba muy lejos! Debo decir que aunque ante mis sirvientes presuma de ser una mujer fuerte, no lo soy tanto. ¡Me costó horrores arrastrar aquel cuerpo hasta el interior de la cabaña! Una vez allí, me quedé en blanco. ¿Debía curarle las heridas o intentar despertarle? Lo cierto es que, cuando le miré de nuevo, me di cuenta de que, gracias a mi maniobra de traslado, se habían añadido a sus heridas unos cuantos arañazos y magulladuras. Me sorprendía que no se hubiese despertado. Ante esto, decidí que sería mejor intentar curarle las heridas primero. Sabía algo de medicina gracias a los libros de mi abuelo y, gracias a los dioses, en aquella cabaña había una pequeña estantería con algunos botes de ungüentos de primeros auxilios, llenos de polvo. Corté parte de la falda de mi vestido y lo utilicé para vendar sus heridas, y quite la manta que cubría el lomo de Lluvia bajo la silla de montar y la utilice para arropar al enfermo desconocido.

Me quedé sentada a su lado, mirándole un rato, por si despertaba. Notaba su respiración. No podía dejar de contemplar su rostro. Era el más bello que había visto jamás. Mis ojos no podían dejar de mirarle. Sin darme cuenta, acabé tumbada a su lado, observándole. Olvidé completamente a mi padre, la muerte de mi abuelo y el castigo que se llevaría Römdy si volvía al castillo y yo no estaba allí. Así que, sin darme cuenta, quedé dormida al lado de la criatura de hermoso rostro. Pero mi despertar no fue demasiado agradable…

Abrí los ojos de pronto, ante un ruido estrepitoso. Aquella criatura se había levantado, aún estando malherido y empezó a gritar en un extraño idioma. ¡Pensé que iba a matarme!

- ¡¿D’yeg kuhá?! ¡¿D’yeg kuhá?!-gritaba sin parar.
-¡Tranquilo, tranquilo! ¡No voy a hacerte daño!-le dije aterrada, pues se puso tan agresivo que creía que mi muerte sería inminente.
- ¿Bimighu?¿D'yeg bimighu?-dijo algo más calmado, lo que me alivió bastante.
-No en-tien-do tu i-dio-ma-le dije en voz más alta y vocalizando con la esperanza de que entendiese mis palabras y de que no se abalanzase sobre mi y me rompiese el cuello.
-¿Tú…humana?-dijo tartamudeando.
¡Hablaba mi idioma! Aquello me hizo pensar que al menos podría dialogar con él acerca del modo en que me iba a asesinar. Sabía que me había metido en un lío espantoso pero algo dentro de mí me hizo ayudarle. Fue algo que no pude evitar.
-¿Entiendes lo que te digo?-pregunté.
-En…tien…do. Padre en…señar.-volvió a tartamudear. Sin duda no practicaba mucho la lengua humana.
Aquellas palabras me tranquilizaron. Su tono de voz, su postura, se relajaron. No parecía tener intención de hacerme daño. Entonces, se encogió, llevando su mano a la herida del costado al mismo tiempo que emitió un quejido.

-¡Túmbate, por favor! ¡Estás herido!
Me hizo caso. Entonces me miró fijamente.
-¿Tú…curarme?-me dijo sin apartar sus ojos de mí.
 -Emm, sí. Te encontré en el río, inconsciente, y te traje aquí.
Mis palabras salieron algo entrecortadas esta vez. ¡Aquello era lo más emocionante que me había pasado en la vida! Sentía que estaba dentro de una de aquellas aventuras que mi abuelo me leía antes de irme a dormir.
-¿Por…qué?-preguntó.
No sabía muy bien como responder a aquello pues ni yo misma tenía claro el por qué de mi heroica acción salvadora.
-No lo sé…Simplemente sentí que tenía que ayudarte.
 -Humanos malos. Matar nïkdros. ¿Por qué salvarme?
Nïkdro. Supuse que aquello era la especie a la que el pertenecía. Había leído algo sobre ellos en los libros de la biblioteca pero en las ilustraciones se les representaba como bestias peludas que asaltaban pueblos y ciudades y devoraban carne humana. Desde luego, él no se parecía en nada a aquello.
-Yo no mato nïkdros. Sólo recogía flores, te vi e intenté ayudarte.
En aquel momento ya no tenía muy claro si lo que estaba sucediendo era real o parte de un sueño. Jamás había imaginado que yo viviría algo así. Estaba manteniendo una conversación con un ser que creía que ni existía. Él me seguía mirando fijamente, desconfiado.
-Humanos…malos. Padre decirme.
Entonces volvió a encogerse de dolor. Me levanté corriendo y cogí la bota con agua que cargaba Lluvia.
-Bebe un poco de agua. Quizás te siente bien.
Cogió el recipiente, dudoso. Pude ver entonces claramente sus garras. Eran como las manos de cualquier humano pero cubiertas de pelo y con uñas felinas largas y afiladas. Sosteniendo la bota, me lanzó una mirada agresiva.
-Es sólo agua. No voy a envenenarte.-aquellas palabras salieron de mi boca de un modo tan natural que aún me sorprende. En aquel momento, me sentía tranquila, relajada, cuando lo más obvio habría sido estar tensa y acongojada.
Me miró unos segundos y procedió a beber del agua que yo le había ofrecido. Me pareció que le caí bien, aunque mi cerebro seguía gritándome que me fuese de allí lo antes posible y olvidase todo lo ocurrido. Pero, sin duda, aquel nïkdro no iba a poder moverse demasiado por culpa de sus heridas, sobretodo por la de la pierna. Entonces, sin pensar, volvieron a salir palabras de mi boca sin control:
-Deberías quedarte aquí. Esas heridas no te permitirán moverte hasta dentro de unas semanas. Yo podría venir a curarte todos los días.
El nïkdro me miró extrañado mientras una vocecita en mi interior me gritaba: ¿acaso has perdido la cabeza? ¿Venir a curar todos los días a una criatura que podría matarte en milésimas de segundo? ¿Y cómo piensas salir del castillo sin que te vean? Sí, aquello era lo más surrealista que me había ocurrido jamás. Y lo que más me sorprendió fui yo misma. No le tenía miedo por mucho que la vocecita de mi cabeza me dijese.
-Puedes confiar en mí. Te lo prometo-volví a decir sin pensar.
-Promesa…Nïkdros siempre cumplen promesas. Castigo severo si no cumplen.
Aquello sonó bastante amenazante, la verdad, pero a la Ëdesly que estaba allí en aquel momento no le importo. De repente me di cuenta de que se había hecho muy tarde. Anochecía. ¿Cuánto tiempo estuve dormida a su lado entonces? Tenía que darme prisa y volver a casa antes de que mi padre volviese del pueblo.  Me puse nerviosa.
-Amm, esto…Tengo que irme. Debo volver a mi hogar– dije mientras me levantaba, mirando a todos lados, con los nervios a flor de piel.- ¿Me prometes que no te moverás de aquí hasta que se curen tus heridas?
Permaneció en silencio unos segundos, con su mirada clavándose sobre la mía. Sus brillantes ojos felinos hacían que el tiempo pareciese quedarse parado. Entonces habló, despertándome de mi ensoñación.
-Nïkdros siempre cumplen promesas.-dijo sin dejar de mirarme.
En ese momento, esbocé una sonrisa. No sé por qué.  Entonces salí de la cabaña y preparé a Lluvia para volver a casa pero antes de montar, volví para despedirme del Nïkdro.
-Mañana por la mañana estaré aquí, ¿de acuerdo? Oh, y mi nombre es Ëdesly.
-Nëkar. Mi nombre es Nëkar-pude ver una leve sonrisa en su rostro cuando me dirigió aquellas palabras.
 -Bueno, Nëkar, descansa. Hasta mañana.
-Parhak, Ëdesly. Adiós en lengua de nïkdros.
Salí de la cabaña sonriendo como una estúpida y monté a Lluvia, dirigiéndome lo más rápido posible de vuelta a casa. En el trayecto, fui repasando mentalmente todo lo que había vivido. Llegué a pensar que todo había sido un sueño. Pero al acercarme al castillo, me di cuenta de que no lo había sido…

Afortunadamente, mi padre aún no había vuelto del pueblo pero el recuerdo de mi abuelo sí que había vuelto a mi mente. Me colé por la puerta trasera de las cuadras. Aunque gozamos de buena situación económica, no somos tan ricos como para tener guardias en todas las puertas y torres del castillo así que no hubo problema al entrar. Römdy me esperaba en la puerta de la cuadra. Al verme, se levantó agitado y vino hacia mí.
-¿Pero dónde demonios estabas? ¡Tú padre tiene que estar a punto de volver! Llevo todo el día en esta puerta, esperando tu regreso ¡Ni siquiera he comido!
 -Vamos, Römdy, tranquilízate.-le dije mientras desmontaba.
 -¿Qué me tranquilice? En serio, debes haber perdido la cabeza.
 -Am, pues, mañana volveré a salir. Necesito que vuelvas a cubrirme las espaldas.
Dejó su tarea de encerrar a Lluvia y se dio la vuelta hacia mí. Tenía el ceño tan fruncido que creí que su cabeza le iba a explotar.
-¡¿HAS PERDIDO EL JUICIO?! ¡¿Qué diantres te traes entre manos, Ëdesly?! ¿Acaso quieres que yo y mi familia perdamos nuestro trabajo?
 -No. De hecho, te estoy dando trabajo. –he de decir que todo aquello que yo decía era totalmente improvisado. Ya ni siquiera me reconocía a mí misma.- Por cada día que me encubráis, os pagaré tres monedas de oro.
 -¿3 monedas? Ni pienses que por 3 monedas voy a…
 -A cada uno, Römdy. A ti, a tus padres y a tus tres hermanas. 18 monedas de oro al día para tu familia.

La expresión de mi compañero de juegos cambió y quedó en silencio. Entonces supe que aquello era un sí a mi propuesta. Sonreí y le volví a besar en la mejilla. Entonces me alejé caminando hacia el interior del castillo. Pude oír su voz a lo lejos:

-Yo también debo haber perdido el juicio.

Y aquí me encuentro ahora, en mis aposentos, sentada y escribiendo en este cuaderno  que he encontrado entre las pertenencias de mi abuelo. Sabía que guardaba algunos en blanco en los que escribir sus propios cuentos así que he ido a buscar y me he topado con éste y unos cuantos más.  Estoy tan inquieta e impactada por lo que me ha ocurrido hoy que, ante la imposibilidad de contárselo a nadie, necesitaba al menos escribirlo en algún lugar. He oído a mi padre llegar hace un rato. Ni siquiera ha venido a saludarme.

No sé qué pasará. No sé si podré dormir. No sé si esa criatura seguirá allí cuando vuelva a escaparme de casa mañana. Aun así, intentaré conciliar el sueño. Eso sí, si esta especie de “aventura” continua, me he prometido a mi misma seguir escribiéndola aquí, para que en un futuro alguien la lea, del mismo modo que mi abuelo me leía sus historias a mí.

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