jueves, 28 de marzo de 2013

Mitología de Nïlam: dioses nïkdros



Además de venerar a Änrak y Velvil, a los que consideran padres de los nïkdros, rinden culto a cuatro dioses:
- Ignaaril (Representación del fuego): Representa la fuerza, la gran llama, es el que controla la personalidad, poseer menos fuego en su interior, significa ser más oscuro. Toda vida posee un fuego en su interior y este determina como es o será una persona (nïkdro).
La gran llama, señor del fuego, se cree que era de un tamaño descomunal, pero que fue menguando a lo largo de su vida.

 - Deera (Representación del agua): Representa la calma, el mar, los lagos, los ríos, que transportan vida y  paz. Es el elemento que mueve al mundo a través de sus aguas. El destino, el camino de la propia vida corre a través de este elemento.
La dama del agua, las escrituras dicen de ella que era muy hermosa. Su cuerpo era todo agua, por el que transcurrían grandes corrientes.
- Vindahak (Representación del viento): Representa el presagio ,el espacio, el tiempo que vuela, que se respira en el aire, el cual transporta el elemento que permite la vida, y el cual la quita por el mismo precio, envejeciéndola.
El tornado, se cree que cuando se enfadaba descargaba grandes cantidades de relámpagos.
- Garilea (Representación de la tierra): Representa la sabiduría, la naturaleza, las plantas, la curación, la vida, la propia tierra. Elemento que hace crecer la vida en el mundo, y que también es capaz de quitarla cuando llega el momento.
 Hecha de barro, sobre el cual crecían la hierba y las flores.
 Todos estos elementos están unidos entre sí, gracias a ellos es posible la vida. Ninguno es superior a otro, todos forman los pilares del mundo y por ello se les debe respetar. Se les ofrecen ofrendas en sus respectivos templos, los cuales suelen asentarse alrededor los grandes poblados nïkdros.

Hogares de culto:

El templo de Ignaaril se halla en las altas cordilleras del norte de Trïm, a través de un paso que entra en el interior de la montaña. Se trata de un pueblo asentado alrededor de esta, la cual posee una gran cueva que les permite entrar en el templo, el cual se cree que Ignaaril eligió para descansar.
El templo de Deera se encuentra debajo del mar. El poblado se asenta en la costa oeste de Kijanïm, aunque el templo se halla dentro de una cueva submarina. Para adentrarse en él se ha de dominar el buceo, por eso los profetas de agua instruyen a sus alumnos para poder llegar. Cuando llega el momento de otorgar el grado de profeta, se ha de adentrar en la cueva. Si el alumno muere ahogado, es porque Deera lo ha querido así, pues es el destino. Es el lugar que Deera eligió para descansar.
El templo de Vindahak está situado al sur de Kijanïm, en una gran pradera. Se trata de un pueblo asentado alrededor de una gran roca sobre la que se erige el gran templo. Se requieren dotes de escalador para poder llegar, pues la roca fue una gran montaña en su pasado, que se ha ido erosionando a través del tiempo, la cual no debe ser tocada, sino respetada. Se cree que en el corazón de esa roca descansa Vindahak. La zona es atacada por grandes vientos nocturnos. Los nïkdros de la zona saben como vivir allí, más cualquier otra especie tendría problemas para poder aguantar por aquel lugar..
El templo de Garilea se encuentra en el corazón del bosque de Trïm. Se sitúa debajo del gran árbol del pueblo, hogar del maestro de la tierra. Los nïkdros mantienen que fue el lugar de origen de la vida y, por ello, mantienen que fue donde también descansa Garilea.

Profetas:

Realmente no proclaman. Son maestros, sabios. En su mayoría, dominan las aldeas. Existen varios tipos de profeta o samahak, partiendo desde el simple chamán, hasta el gran maestro, el cual cuida su templo correspondiente. En cada templo, se instruyen los candidatos para que lleguen a dominar las correspondientes artes que cada elemento enseña. 
El profeta del fuego es un maestro en la organización e, incluso, en la guerra. 
El profeta del agua domina el agua y su transmutación (creación de ungüentos). 
El profeta del viento estudia el cielo, las constelaciones, el porvenir, los astros, las aves. Son los eruditos del conocimiento. 
Los profetas de la tierra son curanderos, alquimistas de perfumes y medicinas. Estudian la vida y su crecimiento. Normalmente, suelen estar rodeados de vegetación. 
En cada aldea, o pueblo debe haber al menos un profeta de cada tipo, menos el maestro, que debe encontrarse en su respectivo pueblo. Muchos son los que parten hacia esos templos para alcanzar la sabiduría y poder regresar a su aldea convertido en un verdadero profeta. 
Los samahak pueden casarse y tener hijos aunque sus descendientes no están obligados a convertirse en profetas como sus progenitores.

viernes, 11 de enero de 2013

El Diario de Ëdesly Rösttel: Capítulo 1


3er día de la 2ª semana del 5º mes del año 3834 de Nuestra Señora Täril

Nunca he sido muy dada a la escritura, pero sí a la lectura. Mi abuelo siempre me llevaba a la inmensa biblioteca del castillo, donde mi padre me impedía la entrada, y me leía historias de tierras lejanas y tiempos pasados. Me encantaban las historias en las que jóvenes guerreros luchaban por salvar a una bella dama, pero me daba rabia que nunca fuese una dama la aventurera luchadora. Fantaseaba con aprender el arte de la espada y vencer a los malvados soldados enemigos, aunque siempre que mi padre me descubría jugando con Römdy, el hijo de una de nuestras sirvientas, me echaba una buena regañina.

La razón por la que me he decidido a escribir este diario, es que considero que esto que me está pasando ahora mismo puede que le sea de interés a alguien en un futuro. O puede que simplemente crea que es algo digno de dejar escrito en algún lugar.

Antes de nada, lector, me presentaré. Me llamo Ëdesly Rösttel, hija de Prömrir Rösttel y nieta de Ärdokir Rösttel. Vivo en la pequeña y casi deshabitada región de Trïm, en el continente de nuestra diosa Cleónida.  Aquí, casi toda la tierra está ocupada por árboles, formando inmensos bosques llenos de vida en su interior. Es por esto último quizás, por no saber con exactitud lo que los bosques esconden, por lo que los poblados humanos en la región son muy escasos. Al sur del castillo en el que vivo con mi familia, se encuentra el pueblo de Rösttel, fundado hace siglos por uno de mis antepasados. Mi padre es el actual Señor del pueblo, tal y como mi abuelo lo fue antes que él. Se encarga de recaudar los impuestos a los aldeanos y de mantener el orden en el poblado.

Mi madre se llamaba Bërlendy y murió cuando yo tenía 5 años. Era una mujer de inmensa belleza: tenía largos y rubios cabellos, ojos verdes como la hierba de las praderas de Trïm en primavera, piel suave como la seda y una dulce voz, con la que me cantaba nanas cada noche antes de irme a dormir. A mi madre le gustaba salir del castillo y pasear cerca del río que hay al sur, límite con la zona boscosa de Trïm. Le encantaban unas flores que solo crecían en la orilla, de pétalos blancos y dulce aroma, llamadas Trimäceas, pues se dice que solo en las tierras de Trïm pueden florecer. Un día, cuando paseaba, según sus mismas palabras, vio en la otra orilla del río la más bella de todas las flores que había visto jamás. Era una trimäcea, pero tenía muchos más pétalos que las que había visto antes y era de un tamaño mucho mayor. Mi madre intentó llegar al otro lado del río, el cual no era muy profundo, pero la distancia de una orilla a otra era de bastantes metros. Unas rocas que sobresalían del agua, hicieron pensar a mi madre que podrían servirle de puente si las saltaba con cuidado. Y así lo hizo. Temeraria, saltó de una roca a otra sin más objetivo que conseguir aquella hermosa flor. Y lo consiguió. Llegó al otro lado, donde ya empezaba el bosque, y pudo coger su ansiado premio. Pero de entre los árboles, una rápida sombra sorprendió a mi madre. Se trataba de una araña. La araña más grande que mi madre había visto nunca. Aquella bestia se abalanzó sobre ella. Intentó escapar de aquel monstruo y, tras un forcejeo con el enorme arácnido, lo consiguió, perdiendo la preciada flor en el camino. Se lanzó al río, fijando su vista en la yegua con la que había llegado hasta allí, que se encontraba en la otra orilla. Al parecer, el monstruo tenía miedo al agua y no se molestó en perseguir a mi madre. Finalmente, consiguió llegar hasta su montura y fue entonces cuando se dio cuenta de que la araña la había herido.

Como pudo, mi madre regresó a casa, pero llegó con altas fiebres, y cuando los sirvientes trataron de bajarla de su yegua, cayó desmayada.  Mi padre se encontraba en aquel momento en el pueblo, ejerciendo sus deberes como Señor, mas uno de nuestros sirvientes cabalgó hacia Rösttel para contarle lo sucedido. Mi padre amaba verdaderamente a mi madre. Al contrario que muchos de nuestros antepasados, en cuyos matrimonios (en su mayoría pactados previamente) jamás había estado presente el amor, mis padres se amaron desde el momento en que se conocieron. Eso me decía mi abuelo, aunque siempre lo había sabido. Bastaba con fijarse en sus miradas. No les hacía falta mediar palabra. Con una simple mirada, dejaban claro lo mucho que se amaban el uno al otro.

Mi padre llamó al mejor médico de la región para que curase a mi madre, la cual quedó en cama desde el momento en que llegó de vuelta al castillo. El médico le dijo a mi padre que se trataba de una picadura de araña velíkana, cuyo veneno mata lentamente a su presa y del cual se desconocía cura.  Le dio todas las medicinas y ungüentos que conocía. Algunos le calmaban las fiebres durante un rato, pero pasado éste le volvían aún peores. El último recuerdo que conservo de mi madre, es de una mujer muy delgada y pálida, postrada en una cama, sin apenas poder ver ni hablar. Las últimas palabras que me dirigió, con aquella entrecortada pero aún dulce voz, fueron:

-          Hija mía, prométeme que serás una mujer fuerte y cuidarás de tu padre, porque, aunque intente parecer un caballero serio y temible, es mucho más débil que tú y que yo. Crece, vida mía, y vive, recordando siempre que yo estaré a tu lado.
Después de decir aquello, las fiebres le volvieron a subir y me obligaron a abandonar su cuarto. Tres días después, mi madre falleció. Desde entonces, mi padre se convirtió en un fantasma al que apenas veía. Pasaba todo el rato fuera de casa y cuando estaba en ella, apenas hablaba conmigo. Las escasas veces que lo hacía eran siempre para regañarme.  Sin embargo, siempre tuve a mi lado a alguien con quien hablar y jugar. Mi abuelo Ärdokir se encargó de educarme. Él era un anciano feliz. Siempre intentaba hacerme reír,  y aunque estuviese triste, conseguía sacarme una sonrisa y animarme. Me hablaba de mis padres, de su juventud y de lo quisquillosa que era mi abuela Nïmprea, que murió antes de que yo naciese. 

Mi padre a veces discutía con mi abuelo, pues no le gustaba que me hablase del exterior ni me leyese sus historias de aventureros. En efecto, mi padre nunca me dejó salir del castillo, y pensaba que los cuentos de mi abuelo no harían más que aumentar mi curiosidad y acabaría escapándome de casa. Lo cierto es que así era, mi curiosidad por el mundo exterior era tremenda, pero lo ocurrido a mi madre me daba el suficiente miedo como para retener mis ansias de salir.

Así, crecí, fantaseando con ser una aventurera y con un padre que me retenía en una jaula de roca y ladrillo. Al menos, algunos jóvenes sirvientes me valían de compañeros de juegos y, en ausencia de mi padre, montábamos pequeños torneos de lucha, en los que peleábamos con caseras espadas de madera…hasta que un día nos descubrió. Esto no fue hace mucho. Mi padre dejó sin su ración diaria a Römdy y sus tres compañeros, y a mi me echó una buena bronca. Pero, como siempre, mi abuelo llegó y convenció a mi padre de no castigar a los sirvientes, aunque él también me regañó un poco. Recuerdo que esa noche, soñé con mi madre. Aparecía en mitad de un río y me llamaba. Me decía que cruzase hasta la otra orilla, en la que se veía un frondoso y oscuro bosque.

A la mañana siguiente, una escandalera me despertó. Todos los sirvientes corrían de un lado para otro y hablaban tanto que no podía distinguir palabra. Encontré a Marlëya, una de mis sirvientas personales y le pregunté qué ocurría. Sólo dos palabras suyas me bastaron para hacerme salir corriendo:” Vuestro abuelo…”. Fui tan rápido como pude hasta su cuarto, donde se encontraban media docena de sirvientes, el sacerdote del castillo, mi padre y mi abuelo tumbado en su cama, sujetando uno de sus libros de aventuras sobre su pecho. Mi padre, sentado a su lado, me miró y confirmó lo que ya imaginaba.  

Enterramos a mi abuelo junto a su esposa Nïmprea aquel mismo día, en el cementerio familiar al norte del castillo. Durante las oraciones a Cleónida y Täril que el sacerdote recitaba, mi padre y yo permanecimos callados, serenos. Mi abuelo me enseñó que llorar es algo demasiado serio como para hacerlo a la ligera. Siempre me decía que, cuando tuviese ganas de llorar, me preguntase si la razón por la que iba a hacerlo era lo suficientemente importante como para merecer que mis ojos derramasen lágrimas. Me hablaba de los niños que no tenían para comer, de la gente que moría en la guerra. Entonces, me daba cuenta que romper una muñeca de trapo por accidente no era lo suficientemente importante como para llorar. Además, la promesa que hice a mi madre de convertirme en una mujer fuerte, también me hacía retener las lágrimas. Mas una vez acabado el entierro, al caer la noche, después de un día de desagradable silencio, no lo pude evitar. Cuando me metí en mi cama el llanto se hizo inevitable. Sé que todo el castillo me escuchó, pues esa noche ni el viento susurraba.
Al día siguiente, me levanté temprano, sin apenas haber dormido y vi como mi padre se preparaba para salir hacia el pueblo como todos los días hacía. Aquello me enfureció y salí corriendo hacia él.

-          ¿Adónde vais, padre?- le grité.
-          Debo ejercer mis deberes con el pueblo de Rösttel, hija.-dijo fríamente.
-          Vuestro padre murió ayer. ¿Tan poco os importa?
-          Ëdesly, vuelve a la cama. Aún es temprano.
Y salió con sus cuatro soldados a caballo hacia el pueblo. No podía creerlo. ¿Cómo podía ser alguien tan frío? ¿Cómo podía dejarme sola el día después de perder a mi abuelo? Me puse furiosa. Me encerré en mi cuarto y, de nuevo, no pude evitar llorar. No sabía qué hacer. Entonces, el dolor y la rabia que sentía me empujaban a salir de allí. No quería permanecer en aquel castillo ni un minuto más. Entonces, me decidí a hacer aquello que mi padre tanto había intentado impedir. Me levanté de la cama, me puse una capa, y me dirigí, sigilosamente, a las cuadras, donde Römdy trabajaba. Apenas había amanecido por lo que muchos sirvientes aún permanecían dormidos, pero al haber salido mi padre y sus soldados en sus caballos, sabía que Römdy ya estaría en su puesto.

-          ¿Ëdesly? ¿Qué haces aquí? No puedes estar aquí-dijo Römdy en voz baja cuando me acerqué a él.
-          Necesito que me hagas un favor.
-          ¿Favor? Vamos, Ëdesly, ¿no estarás pensando en…?
-          ¡Shhh! Habla más bajo o despertarás a todos. Prepara a Lluvia, y ayúdame a salir de aquí cuanto antes.
-          ¿Estás loca? ¿Sabes la que me caería encima si me descubren?-susurró asustado.
-          Si te das prisa no tienen por qué saber que me has ayudado. Puedo haberme escapado mientras tú aún dormías.
-          ¡Nadie se tragará eso! Ëdesly, vuelve a tu cuarto y olvídate…
-          Römdy-le interrumpí.-Sabes que siempre he estado encerrada en este lugar.  Somos amigos desde que me alcanza la memoria. Solo te pediré este favor. Te prometo que estaré aquí antes de que vuelva mi padre.
Römdy me miró unos segundos en silencio, y tras esto procedió a preparar mi montura.

-          Ojalá Cleónida me ayude-dijo Römdy en un suspiro mientras me entregaba las riendas de Lluvia.
-          Gracias, amigo-le dije y seguidamente le di un beso en la mejilla. Enseguida sus redondos mofletes se sonrojaron.
Römdy abrió la puerta trasera de la cuadra, que daba al sur y procedí a montar a Lluvia y a salir de allí al galope.

Podía ver las praderas, los pájaros, los árboles, las plantas de las que tanto me había hablado mi abuelo. Casi podía oír su voz entre los cantos de los jilgueros. Pero de repente, oí un sonido que me hizo frenar a Lluvia. Era un sonido de agua, agua fluyendo rápidamente. Guie a mi yegua hacia el lugar del que provenía y encontré una pequeña cabaña, justo al lado de un río. Entonces supuse que aquel río, era el que mi madre había cruzado, pues podía ver al otro lado el frondoso bosque de altos árboles del que tanto me habían hablado. Sentí algo de miedo y tenía claro que en ningún momento intentaría cruzar al otro lado. Dejé a Lluvia amarrada a un árbol y entré en aquella cabaña. Nada más entrar, sentí que allí había estado mi madre. Estaba llena de maceteros, herramientas de poda y libros de floristería repletos de polvo.  Supuse que aquello fue utilizado por mi madre como una especie de invernadero. Me sentí feliz. La imaginaba allí, plantando sus flores y sonriendo, como siempre hacía. Entonces, decidí hacer aquello que ella tanto amaba: recoger flores. Salí de la cabaña y, procurando no alejarme mucho, fui en busca de algunas trimäceas por la orilla del río. Cuando oía las historias de mi abuelo, suponía que las orillas de aquel río debían estar repletas de flores pero no podía ver ninguna. Fui orilla abajo, cuando de repente, pude ver una gran flor blanca, igual que las de las ilustraciones de los libros que tantas veces había ojeado. Me acerqué hacia ella cuando vi, en plena orilla, una extraña figura. 

Me asusté. Parecía una persona. ¿Era alguien que se había ahogado? ¿Estaba vivo? ¿Qué debía hacer? Me quedé quieta, indecisa, unos segundos. Pero mi curiosidad no pudo evitar que me acercase a aquella misteriosa figura. Cuando lo hice, quedé más que sorprendida. De lejos parecía humano, sí, pero poseía patas, garras, cola y orejas de animal. Estaba tumbado boca abajo, en las rocas de la orilla. Yo estaba muy asustada pero aun así, decidí acercarme aún más y tocarle. Al poner mi mano temblorosa sobre su cuello, descubrí que aún vivía. Aquello fue más desconcertante aún. ¿Debía pedir ayuda? ¿Debía intentar despertarle?  Me levanté rápidamente y me eché hacía atrás. Me quedé de pie unos instantes, frente a él, nerviosa, pensando qué debía hacer. Entonces, supe que lo primero sería sacarle de allí. Me agaché, con miedo de que despertase, e intenté levantarle y arrastrarle fuera de la orilla. Lo máximo que conseguí fue ponerle boca arriba, pues aquella criatura pesaba como veinte corceles. Sin embargo, pude ver su rostro. A pesar de sus peludas extremidades, su cara era totalmente humana. Sin duda, era un bello rostro masculino.

Desaté del árbol a mi adiestrada y obediente yegua, Lluvia, para que me ayudase a sacar a aquel ser de la rocosa orilla del río. Fui a la cabaña de mi madre, donde recordaba haber visto unas gruesas cuerdas. Las cogí y se me ocurrió intentar atarlas al torso de la criatura y también a Lluvia, para que ella me ayudase a llevarle fuera del río. Me acerqué a él. Mi corazón jamás había latido tan fuerte. Tenía muchísimo miedo de que despertase y me atacase, pero sentía que debía ayudarle. Con todo mi cuerpo temblando, rodeé su torso con la cuerda atada a la montura de Lluvia. Sin duda estaba malherido. Pude ver como sangraba por una de sus “piernas” y también por el costado.  Quizás por eso no despertaba ni aunque le arrastrase. Debía de haberse dado un fuerte golpe en la cabeza o algo así.

Entre Lluvia y yo conseguimos sacarle de allí y, tras un largo rato de esfuerzo, trasladarle a la vieja cabaña. ¡Menos mal que no estaba muy lejos! Debo decir que aunque ante mis sirvientes presuma de ser una mujer fuerte, no lo soy tanto. ¡Me costó horrores arrastrar aquel cuerpo hasta el interior de la cabaña! Una vez allí, me quedé en blanco. ¿Debía curarle las heridas o intentar despertarle? Lo cierto es que, cuando le miré de nuevo, me di cuenta de que, gracias a mi maniobra de traslado, se habían añadido a sus heridas unos cuantos arañazos y magulladuras. Me sorprendía que no se hubiese despertado. Ante esto, decidí que sería mejor intentar curarle las heridas primero. Sabía algo de medicina gracias a los libros de mi abuelo y, gracias a los dioses, en aquella cabaña había una pequeña estantería con algunos botes de ungüentos de primeros auxilios, llenos de polvo. Corté parte de la falda de mi vestido y lo utilicé para vendar sus heridas, y quite la manta que cubría el lomo de Lluvia bajo la silla de montar y la utilice para arropar al enfermo desconocido.

Me quedé sentada a su lado, mirándole un rato, por si despertaba. Notaba su respiración. No podía dejar de contemplar su rostro. Era el más bello que había visto jamás. Mis ojos no podían dejar de mirarle. Sin darme cuenta, acabé tumbada a su lado, observándole. Olvidé completamente a mi padre, la muerte de mi abuelo y el castigo que se llevaría Römdy si volvía al castillo y yo no estaba allí. Así que, sin darme cuenta, quedé dormida al lado de la criatura de hermoso rostro. Pero mi despertar no fue demasiado agradable…

Abrí los ojos de pronto, ante un ruido estrepitoso. Aquella criatura se había levantado, aún estando malherido y empezó a gritar en un extraño idioma. ¡Pensé que iba a matarme!

- ¡¿D’yeg kuhá?! ¡¿D’yeg kuhá?!-gritaba sin parar.
-¡Tranquilo, tranquilo! ¡No voy a hacerte daño!-le dije aterrada, pues se puso tan agresivo que creía que mi muerte sería inminente.
- ¿Bimighu?¿D'yeg bimighu?-dijo algo más calmado, lo que me alivió bastante.
-No en-tien-do tu i-dio-ma-le dije en voz más alta y vocalizando con la esperanza de que entendiese mis palabras y de que no se abalanzase sobre mi y me rompiese el cuello.
-¿Tú…humana?-dijo tartamudeando.
¡Hablaba mi idioma! Aquello me hizo pensar que al menos podría dialogar con él acerca del modo en que me iba a asesinar. Sabía que me había metido en un lío espantoso pero algo dentro de mí me hizo ayudarle. Fue algo que no pude evitar.
-¿Entiendes lo que te digo?-pregunté.
-En…tien…do. Padre en…señar.-volvió a tartamudear. Sin duda no practicaba mucho la lengua humana.
Aquellas palabras me tranquilizaron. Su tono de voz, su postura, se relajaron. No parecía tener intención de hacerme daño. Entonces, se encogió, llevando su mano a la herida del costado al mismo tiempo que emitió un quejido.

-¡Túmbate, por favor! ¡Estás herido!
Me hizo caso. Entonces me miró fijamente.
-¿Tú…curarme?-me dijo sin apartar sus ojos de mí.
 -Emm, sí. Te encontré en el río, inconsciente, y te traje aquí.
Mis palabras salieron algo entrecortadas esta vez. ¡Aquello era lo más emocionante que me había pasado en la vida! Sentía que estaba dentro de una de aquellas aventuras que mi abuelo me leía antes de irme a dormir.
-¿Por…qué?-preguntó.
No sabía muy bien como responder a aquello pues ni yo misma tenía claro el por qué de mi heroica acción salvadora.
-No lo sé…Simplemente sentí que tenía que ayudarte.
 -Humanos malos. Matar nïkdros. ¿Por qué salvarme?
Nïkdro. Supuse que aquello era la especie a la que el pertenecía. Había leído algo sobre ellos en los libros de la biblioteca pero en las ilustraciones se les representaba como bestias peludas que asaltaban pueblos y ciudades y devoraban carne humana. Desde luego, él no se parecía en nada a aquello.
-Yo no mato nïkdros. Sólo recogía flores, te vi e intenté ayudarte.
En aquel momento ya no tenía muy claro si lo que estaba sucediendo era real o parte de un sueño. Jamás había imaginado que yo viviría algo así. Estaba manteniendo una conversación con un ser que creía que ni existía. Él me seguía mirando fijamente, desconfiado.
-Humanos…malos. Padre decirme.
Entonces volvió a encogerse de dolor. Me levanté corriendo y cogí la bota con agua que cargaba Lluvia.
-Bebe un poco de agua. Quizás te siente bien.
Cogió el recipiente, dudoso. Pude ver entonces claramente sus garras. Eran como las manos de cualquier humano pero cubiertas de pelo y con uñas felinas largas y afiladas. Sosteniendo la bota, me lanzó una mirada agresiva.
-Es sólo agua. No voy a envenenarte.-aquellas palabras salieron de mi boca de un modo tan natural que aún me sorprende. En aquel momento, me sentía tranquila, relajada, cuando lo más obvio habría sido estar tensa y acongojada.
Me miró unos segundos y procedió a beber del agua que yo le había ofrecido. Me pareció que le caí bien, aunque mi cerebro seguía gritándome que me fuese de allí lo antes posible y olvidase todo lo ocurrido. Pero, sin duda, aquel nïkdro no iba a poder moverse demasiado por culpa de sus heridas, sobretodo por la de la pierna. Entonces, sin pensar, volvieron a salir palabras de mi boca sin control:
-Deberías quedarte aquí. Esas heridas no te permitirán moverte hasta dentro de unas semanas. Yo podría venir a curarte todos los días.
El nïkdro me miró extrañado mientras una vocecita en mi interior me gritaba: ¿acaso has perdido la cabeza? ¿Venir a curar todos los días a una criatura que podría matarte en milésimas de segundo? ¿Y cómo piensas salir del castillo sin que te vean? Sí, aquello era lo más surrealista que me había ocurrido jamás. Y lo que más me sorprendió fui yo misma. No le tenía miedo por mucho que la vocecita de mi cabeza me dijese.
-Puedes confiar en mí. Te lo prometo-volví a decir sin pensar.
-Promesa…Nïkdros siempre cumplen promesas. Castigo severo si no cumplen.
Aquello sonó bastante amenazante, la verdad, pero a la Ëdesly que estaba allí en aquel momento no le importo. De repente me di cuenta de que se había hecho muy tarde. Anochecía. ¿Cuánto tiempo estuve dormida a su lado entonces? Tenía que darme prisa y volver a casa antes de que mi padre volviese del pueblo.  Me puse nerviosa.
-Amm, esto…Tengo que irme. Debo volver a mi hogar– dije mientras me levantaba, mirando a todos lados, con los nervios a flor de piel.- ¿Me prometes que no te moverás de aquí hasta que se curen tus heridas?
Permaneció en silencio unos segundos, con su mirada clavándose sobre la mía. Sus brillantes ojos felinos hacían que el tiempo pareciese quedarse parado. Entonces habló, despertándome de mi ensoñación.
-Nïkdros siempre cumplen promesas.-dijo sin dejar de mirarme.
En ese momento, esbocé una sonrisa. No sé por qué.  Entonces salí de la cabaña y preparé a Lluvia para volver a casa pero antes de montar, volví para despedirme del Nïkdro.
-Mañana por la mañana estaré aquí, ¿de acuerdo? Oh, y mi nombre es Ëdesly.
-Nëkar. Mi nombre es Nëkar-pude ver una leve sonrisa en su rostro cuando me dirigió aquellas palabras.
 -Bueno, Nëkar, descansa. Hasta mañana.
-Parhak, Ëdesly. Adiós en lengua de nïkdros.
Salí de la cabaña sonriendo como una estúpida y monté a Lluvia, dirigiéndome lo más rápido posible de vuelta a casa. En el trayecto, fui repasando mentalmente todo lo que había vivido. Llegué a pensar que todo había sido un sueño. Pero al acercarme al castillo, me di cuenta de que no lo había sido…

Afortunadamente, mi padre aún no había vuelto del pueblo pero el recuerdo de mi abuelo sí que había vuelto a mi mente. Me colé por la puerta trasera de las cuadras. Aunque gozamos de buena situación económica, no somos tan ricos como para tener guardias en todas las puertas y torres del castillo así que no hubo problema al entrar. Römdy me esperaba en la puerta de la cuadra. Al verme, se levantó agitado y vino hacia mí.
-¿Pero dónde demonios estabas? ¡Tú padre tiene que estar a punto de volver! Llevo todo el día en esta puerta, esperando tu regreso ¡Ni siquiera he comido!
 -Vamos, Römdy, tranquilízate.-le dije mientras desmontaba.
 -¿Qué me tranquilice? En serio, debes haber perdido la cabeza.
 -Am, pues, mañana volveré a salir. Necesito que vuelvas a cubrirme las espaldas.
Dejó su tarea de encerrar a Lluvia y se dio la vuelta hacia mí. Tenía el ceño tan fruncido que creí que su cabeza le iba a explotar.
-¡¿HAS PERDIDO EL JUICIO?! ¡¿Qué diantres te traes entre manos, Ëdesly?! ¿Acaso quieres que yo y mi familia perdamos nuestro trabajo?
 -No. De hecho, te estoy dando trabajo. –he de decir que todo aquello que yo decía era totalmente improvisado. Ya ni siquiera me reconocía a mí misma.- Por cada día que me encubráis, os pagaré tres monedas de oro.
 -¿3 monedas? Ni pienses que por 3 monedas voy a…
 -A cada uno, Römdy. A ti, a tus padres y a tus tres hermanas. 18 monedas de oro al día para tu familia.

La expresión de mi compañero de juegos cambió y quedó en silencio. Entonces supe que aquello era un sí a mi propuesta. Sonreí y le volví a besar en la mejilla. Entonces me alejé caminando hacia el interior del castillo. Pude oír su voz a lo lejos:

-Yo también debo haber perdido el juicio.

Y aquí me encuentro ahora, en mis aposentos, sentada y escribiendo en este cuaderno  que he encontrado entre las pertenencias de mi abuelo. Sabía que guardaba algunos en blanco en los que escribir sus propios cuentos así que he ido a buscar y me he topado con éste y unos cuantos más.  Estoy tan inquieta e impactada por lo que me ha ocurrido hoy que, ante la imposibilidad de contárselo a nadie, necesitaba al menos escribirlo en algún lugar. He oído a mi padre llegar hace un rato. Ni siquiera ha venido a saludarme.

No sé qué pasará. No sé si podré dormir. No sé si esa criatura seguirá allí cuando vuelva a escaparme de casa mañana. Aun así, intentaré conciliar el sueño. Eso sí, si esta especie de “aventura” continua, me he prometido a mi misma seguir escribiéndola aquí, para que en un futuro alguien la lea, del mismo modo que mi abuelo me leía sus historias a mí.

martes, 1 de enero de 2013

Leyendas: La profecía de Sorcistina


            Cuenta la leyenda, que mucho antes de que reinara la paz en el continente de Hyperonte, sus tierras se dividían en pequeños reinos que luchaban constantemente por ampliar sus territorios.  Dos reyes enemigos, Kotkan y Áviko fueron apoderándose poco a poco de todos los territorios del noroeste de Hyperonte, mientras que el este estaba en continuo conflicto por la gran cantidad de pequeños ejércitos que se enfrentaban entre sí. Más había un reino llamado Étela, el más pequeño de todos, situado en la parte más al sur del continente, el cual estaba gobernado por un miedoso rey llamado Sïmanio.

 El rey pasaba todas sus noches en vela por temor a ser atacado y despojado de su preciado trono. Su ejército era tan pequeño que no habría sobrevivido ni tres segundos ante el ataque de cualquier ejército enemigo. Sïmanio rezó a todos los dioses para que le protegieran, pidió consejo a todos sus súbditos, pero fue un anciano aldeano de su reino el que le habló de alguien que quizás pudiese ser la respuesta a sus plegarias. Se trataba de Sorcistina, una temida bruja que, según los cuentos populares del lugar, habitaba en una isla cercana después de haber sido desterrada allí por un antiguo rey por haber cometido crímenes tales como el secuestro y asesinato de niños. Al principio Sïmanio no creyó al anciano, pues creía que aquella antigua historia era un simple cuento para asustar a los niños. Pero entonces, llegó el rumor de que Kotkan, uno de los dos reyes más poderosos del momento, planeaba tomar Étela para avanzar hacia el norte desde allí y tomar Hyperonte por completo. Aquello aterró por completo al rey y fue entonces cuando decidió navegar hacia aquella isla abandonada junto a una docena de soldados.
Al llegar a la pequeña isla de Sorcistina, el rey y sus soldados no encontraron mas que una montaña rocosa, toda llena de oscuridad y negras piedras.  Sïmanio perdió entonces todas sus esperanzas y cayó de rodillas en el suelo, llorando por toda la destrucción y muerte que se avecinaban.  Pero entonces, algo se iluminó en lo alto de la montaña. Uno de los soldados avisó al rey, aún postrado en el suelo, y señaló con su dedo índice aquella misteriosa luz en la cima.  Sïmanio se levantó de repente y, con voz temblorosa, gritó :
-Soy Sïmanio, rey de la tierra de Étela, y desearía hablar con la bruja Sorcistina.
De pronto, de las faldas de aquella rocosa montaña, apareció una puerta. El rey, aterrado, les ordenó a sus soldados que la abriesen. Uno de ellos se acercó y puso su mano en el dorado pomo. Tras unos segundos, el asustado soldado intentó girarlo más la puerta no se abrió. El rey ordenó entonces a otro soldado que lo hiciese pero ninguno de los doce soldados pudo hacerlo. Nervioso y enfadado, después de que sus soldados intentasen abrir la puerta durante largo rato, fue el mismísimo rey el que se acercó a la misteriosa puerta en la roca. “¡No puede ser tan difícil abrir una simple puerta de madera, inútiles!” gritó mientras ponía su mano en el pomo. Más esta vez, no hubo problema alguno al girarlo. La puerta se abrió dulcemente, dejando ver en su interior  unas escaleras en espiral que llevaban montaña arriba.  El rey cruzó el umbral de la puerta y les dijo a sus soldados que le siguiesen. Pero cuando los soldados intentaron cruzar, un muro invisible les impidió el paso. Fue entonces cuando el rey comprendió que quienquiera que hubiese en la cima de la montaña, quería hablar únicamente con él.
Sïmanio comenzó a subir aquellas escaleras y conforme iba avanzando, unas antorchas se encendían de la nada, alumbrando su empinado camino. Aquellas escaleras en la roca parecían no tener final, llenando de sudor la cara del agotado rey. Pero finalmente llegó a una gran puerta de hierro que se abrió sola cuando Sïmanio se acercó a ella. La puerta escondía una gran habitación, llena de decoración, estanterías repletas de libros, mesas y muebles de todo tipo, dorados candelabros, extraños objetos que no llegaba a reconocer y una hermosa cama, engalanada con blancas y brillantes sábanas y cojines de seda. Al fondo, pudo distinguir una silueta de alguien que miraba por la ventana de espaldas a él. Sïmanio tragó saliva, asustado, esperando ver a la malvada bruja de cuento, la cual imaginaba llena de arrugas y con una larga nariz picuda.  Repentinamente, se oyó una dulce y calmada voz procedente de la silueta de la ventana:
-          Aquí me tenéis, Sïmanio, rey de la tierra de Étela, pues yo soy aquella con la que deseáis hablar.

Entonces, la bruja se giró lentamente y resultó no parecerse en nada a la malvada anciana con verrugas que Sïmanio había imaginado. Tenía una piel de aspecto tan suave como el terciopelo, casi tan clara como su blanco y largo vestido. Su pelo era liso y negro como el carbón y le caía suavemente por la espalda hasta la cintura. Sus ojos eran de un color tan azul como el cielo de Étela y casi se podía ver en ellos a un centenar de gaviotas de brillante plumaje volar. Sus labios eran finos, pero del mismo color que los cabellos de la diosa Cleónida.  Era la mujer más hermosa que el rey había visto jamás, pero su rostro reflejaba una profunda tristeza.  
-          ¿Y bien? ¿qué deseáis?-dijo Sorcistina.
Sïmanio había quedado atónito ante la belleza de la bruja pero tras unos segundos, el rey reaccionó y respondió:
-          He venido a solicitar vuestra ayuda, bella Sorcistina, pues mi pequeño y humilde reino corre peligro de ser brutalmente aniquilado por un malvado rey del oeste y su numeroso ejército. Un anciano aldeano de Étela me recomendó venir a veros. Sois nuestra última esperanza.
-          ¿Y por qué habría de ayudaros?-respondió la bruja enfadada. Tras unos segundos y un suspiro prosiguió hablando.-Yo fui habitante de vuestro reino, mi señor, y serví a uno de vuestros predecesores. A veces me pedía consejo y yo, humildemente, se lo daba. Mas un día, jóvenes niños de la aldea comenzaron a desaparecer y empezó a correr el rumor de que era yo la responsable de aquellos hechos. Yo predije lo que iba a suceder: los aldeanos vendrían a mi puerta con hachas y antorchas con la intención de acabar con mi vida sin una mísera prueba de culpabilidad. Sin embargo, yo decidí adelantarme y evitar aquella injusticia, abandonando por mi cuenta Étela y refugiándome en esta rocosa isla. Pero antes de irme, decidí acabar con la vida de aquel que tantas otras había arrebatado injustamente y cuyos crímenes a mí habían sido atribuidos: el rey. Aquel que venía a pedirme consejo y a que leyera en los astros su futuro, tenía como diversión secuestrar, torturar y asesinar a pequeñas criaturas que apenas habían empezado a vivir.
Sïmanio quedó perplejo ante la historia que Sorcistina le había contado, pero a pesar de aquello, lo que más le seguía importando era conseguir la ayuda de la bruja para enfrentarse al ejército de Kotkan.
-Vuestras palabras me entristecen, mi señora.-dijo el rey arrodillándose a los pies de la bella Sorcistina. –Sin duda mi pueblo fue injusto con vos. Pero aquí me tenéis, arrodillado a vuestros pies, para pediros perdón en nombre del reino de Étela.
Aquellas palabras sorprendieron a Sorcistina, que había pasado años en soledad odiando a aquellos que la repudiaron.
-Por favor, mi señora, aceptad mis más sinceras disculpas y concededme este favor que os pido.  La vida de mi pueblo está en juego.
Por primera vez en largo tiempo, Sorcistina sintió que aquellas palabras eran sinceras y que aquel hombre, arrodillado a sus pies, no quería más que la paz para su reino.  Pero hubo otro sentimiento que sorprendió a Sorcistina. Al escuchar la voz del rey y mirarle a los ojos mientras le suplicaba, cayó completamente enamorada de Sïmanio, quizás por su ingenuidad o por los largos años que había pasado en soledad.
Finalmente, Sorcistina aceptó ayudar al rey de Étela y viajó con este y sus soldados hasta el lugar del cual una vez fue desterrada. En la aldea, todos estaban sorprendidos, pues la malvada bruja de la que tanto habían oído hablar, no era más que una versión totalmente opuesta a la realidad. La esperanza había vuelto a los habitantes de Étela. Sin embargo, los ejércitos enemigos estaban cada vez más cerca y preparados para atacar. Nadie sabía de qué modo iba Sorcistina a ayudar a los soldados del reino.
 Todos estaban impacientes por oír lo que la bruja tenía que decir. Mas cuando los ejércitos de Kotkan estaban listos para el ataque, Sorcistina le dijo al aterrado rey Sïmanio que no mandase a ningún soldado a la batalla. Todos quedaron confundidos. ¿Qué pretendía la bruja? ¿Acaso quería condenar al reino a una muerte segura? Entonces, Sorcistina comunicó al rey y al pueblo que sólo ella iría al campo de batalla. Y así fue, la bruja abandonó el castillo del rey, dejando a todos confusos y asustados, y se dirigió a la pradera donde el ejército del Oeste se preparaba para enfrentarse a los escasos soldados de Étela. Cuando éstos, centenares de soldados con caballos, lanzas, espadas y catapultas, vieron aproximarse a aquella hermosa mujer, echaron a reír. ¿Una sola mujer pretendía enfrentarse a aquel poderoso ejército? Pensaron que debía tratarse de una broma.  Mientras tanto, Sïmanio observaba desde las murallas de su castillo lo que ocurría a lo lejos y seguía sin entender lo que Sorcistina pretendía.  Cuando la bruja  llegó a escasos metros de los soldados, que permanecían quietos y seguían riendo ante lo que sus ojos veían,  paró en seco frente a la primera línea de soldados. Tras unos segundos de silencio e incertidumbre, Sorcistina, sin mediar palabra, cerró sus ojos y alzó sus brazos hacía el nublado cielo. Entonces, su cuerpo comenzó a emanar una brillante luz verde. Era tan intensa, que los ojos de aquellos que observaban desde las murallas no  la podían soportar. Mas cuando abrieron los ojos, habiendo ya desaparecido aquel insoportable resplandor, miraron al horizonte donde se encontraba el temible y numeroso ejercito y no vieron más que a Sorcistina y a la pradera cubierta de ceniza.
Todos se quedaron sin palabras. La bruja había hecho desaparecer a centenares de hombres en menos de un segundo. Al principio sintieron miedo, pero luego se dieron cuenta de que Étela estaba por fin a salvo y estallaron en gritos de júbilo. El rey en persona cogió su caballo y se dirigió al lugar donde permanecía Sorcistina. Al llegar, el rey bajó de su caballo, se acercó lentamente a Sorcistina y se arrodilló por segunda vez ante ella.
-Gracias, mi señora, gracias. Habéis salvado a mi reino.
Entonces Sorcistina, tocó en el hombro a Sïmanio para que se levantase.
-He cumplido el favor que me pedisteis, más ahora os pido yo otro a vos.-respondió la bruja mirando fijamente al rey.
-Todo lo que esté en mi mano será vuestro, poderosa dama. Étela estará en eterna deuda con vos.
-Sólo deseo una cosa, mi señor.-Entonces Sorcistina llevó su mano a la mejilla del rey y la acarició con suavidad.-Deseo que me hagáis vuestra esposa, pues desde el momento en que llegasteis a la isla, os amo como nunca he amado antes. –dijo con lágrimas en los ojos.
-Deseo concedido, mi señora, pues el sentimiento os es correspondido.-dijo Sïmanio poniendo su mano sobre la de la bruja.
                                                       v   
          La boda fue festejada por todo lo alto. Todos los habitantes de Étela acudieron al enlace. La felicidad inundaba el reino. Mas había alguien que no era tan feliz como deseaba. Sïmanio creyó tener en sus manos la llave para dominar todo Hyperonte y convertirse en el rey más poderoso de todos, por lo que Étela no era suficiente para él. Entonces trazó un plan para conseguir su propósito: convencería a Sorcistina para atacar otros reinos diciéndole que suponían una amenaza para Étela y sabía que no sería tarea difícil pues la bruja estaba completamente enamorada de él y haría cualquier cosa que su amado le pidiese. Y así fue. Comenzó atacando el reino del norte y, pasado un tiempo, volvía a convencer a Sorcistina para atacar otro reino. De este modo, el territorio dominado por Sïmanio se extendió por todo el este del continente, estableciendo su capital en el norte, en una ciudad que bautizó como Simainem. Ante tal situación, los reyes Kotkan y Áviko decidieron aliarse y reunir un ejército capaz de derrotar al que, creían, Sïmanio poseía.
          Sorcistina estaba agotada y decepcionada de nuevo con el pueblo que la rechazó una vez, pues se dio cuenta de que las ansias de poder de Sïmanio no tenían límite. Se sentía ultrajada y enfadada consigo misma, pues se había enamorado de alguien que la engañó con dulces palabras. Mas no pensaba tolerar aquella situación ni un minuto más. Un ejército con miles de guerreros se aproximaba a Simainem, guerreros que habían sido enemigos entre sí no mucho tiempo atrás. A Sïmanio no le preocupaba, pues sabía que su esposa acabaría con ellos en un santiamén, como había hecho tantas veces antes.  El rey estaba tomando su almuerzo cuando un sirviente asustado le avisó de que un enorme ejército, como no había visto jamás, se aproximaba a la ciudad. Entonces Sïmanio, mientras masticaba un trozo de pavo asado, le dijo a su esposa: “Ya sabes lo que tienes que hacer”. Sorcistina se levantó de la mesa para proceder a realizar aquella proeza que había llevado a su esposo a ser el rey más poderoso de Hyperonte, mas cuando iba a cruzar el umbral de la puerta del comedor, se giró para mirar a Sïmanio pues esa sería la última vez que lo viese.
       El poderoso ejército de Kotkan y Áviko estaba listo para enfrentarse a las fuerzas del rey que, en escasos meses, había sido capaz de conquistar todo el este del continente. Sorcistina acudió, tal y como había hecho antes, frente a los soldados enemigos listos para atacar.  Pero esta vez, habló:
       -Valientes guerreros, soldados, muchachos, Hyperonte ha sido testigo ya de demasiada muerte. La avaricia de mi esposo le ha llevado a la locura y yo he sido la responsable de ello. Dejad de luchar y volved a vuestros hogares pues la guerra…ha acabado.
       Los soldados se miraron unos a otros confundidos, pero antes de poder reaccionar, un resplandor verde les cegó por completo durante unos segundos. Al abrir los ojos, la bruja había desaparecido, al igual que la hierba y árboles cercanos, convirtiendo en desierto toda la zona. Sin embargo, todos los soldados estaban sanos, ninguno había sufrido daño. En el lugar en el que había estado Sorcistina, había aparecido una enorme roca de color verdoso en la que se podían leer las últimas palabras de la bruja:
Con el fin de mi existencia

desaparece mi poder,
capaz de vencer a cualquier otro.
Mas mi esperanza y amor por este mundo
me hace dejaros con este legado,
el cual dejo aquí como último deseo en vida:
Cuando una oscuridad,
más peligrosa que ninguna otra,
 amenace las tierras de Nïlam,
poniendo en peligro la continuidad de su existencia,
mi poder renacerá
 de la unión de la naturaleza y el hombre,
con el único propósito de salvar a esta tierra
de su fin.
      Tras leerlo, los soldados decidieron abandonar el lugar y volver a sus hogares con sus familias, tal y como Sorcistina les había dicho antes de inmolarse. Cuando las noticias de lo ocurrido llegaron a Sïmanio, enloqueció por completo. Había perdido su arma, la que le iba a convertir en el rey más poderoso de todos los tiempos. Nada le importaba haber perdido a su esposa, pues su deseo de poder era más potente que cualquier otro sentimiento que su cuerpo pudiese albergar. Comenzó a hablar solo, a comportarse de un modo que llegó a asustar a su, ahora inmenso, pueblo.  Más en un brote de locura, decidió colgar una soga del techo de la torre más alta de su castillo y acabar con su vida.
v   
        Áviko se convirtió en el rey del Norte y Kotkan, en el rey del Oeste. Pasarían muchos años hasta que las tierras de Sïmanio volviesen a tener un rey pero una vez ocurrido esto, los tres reinos vivieron en paz. Sin embargo, las palabras que Sorcistina había dejado escritas en aquella piedra se convertirían en algo muy importante para aquellos tres reinos. Todos los habitantes de Hyperonte deseaban que jamás renaciese un poder como el que Sorcistina poseía, pues significaría que la paz del mundo de Nïlam se habría acabado.